miércoles, 1 de octubre de 2008

Mi infancia y mis padres...

Por lo que recuerdo que me contaban mis padres, de pequeño era un ángel. Un ángel caído del cielo en medio de una familia de demonios y en un lugar que era el mismísimo infierno. No nací en un hospital, no. Nací en medio de las chabolas de mi barrio, a mi madre no le dio ni tiempo de llegar al coche.

¿Mi nombre? Bien, el mío me lo reservo… aunque diré el nombre que me pusieron mis padres. Ese nombre es Pedro. Decían que me habían puesto este nombre porque pensaron que, como San Pedro, yo también abriría puertas. No las del cielo, claro. Esas no. Pero si todas las puertas que me encontrara en mi vida. Y, al contrario de lo que querían ellos, lo único que hice fue que me cerraran puertas. Todas. Todas… hasta que te encontré a ti, que me estás ayudando a superar mi adicción.

La leche de mi madre no podía tomarla, pues su adicción al caballo le impidió darme el pecho. La única leche que probé en toda mi infancia fue leche de cabra y leche en polvo. ¿La leche de vaca? Demasiada cara para unos drogadictos que vivían en una chabola.

Fui creciendo. Era un niño muy espabilado, el más listo de todo el barrio. Con solo tres años era capaz de leer los diarios que llegaban al barrio, hojas sueltas que el viento traía. Aprendí a andar con menos de un año y mi primer diente me cayó a los cuatro. Todos se sorprendían con la rapidez que me ocurría todo. Nunca pensaron que mi vida se consumiría todavía más rápido de lo que me venía, todavía más rápido que los coches que veía pasar por las Rondas.

Mis padres murieron el día que hacía cinco años. Ese día pusieron todo el empeño en que fuera un cumpleaños de lo más bonito. Fueron al barrio de al lado y buscaron guirnaldas y globos de colores para colgar en lo que hacía de comedor de la chabola. Luego dijeron a todos mis amigos del poblado que fueran a la chabola y en cuanto llegué, me dieron la sorpresa. Todos estaban allí y ninguno de ellos queda ya. Al terminar la celebración, mis amigos se fueron y yo ayudé a mis padres a recoger. Antes de anochecer se presentaron unos tipos vestidos de negro. Venían a buscar la mercancía para su amo. Mis padres no la tenían así que los dos hombres dispararon salvajemente a mis padres. Mis ojos no podían creer lo que veían. Allí, en el suelo, yacían mis padres en un charco de sangre. No grité. No lloré. Nunca lo he hecho. Nunca he llorado por nadie que ha muerto. Supongo que a su manera me entenderán y me perdonarán. Yo mismo me encargué del resto, de dar sepultura a aquellos que me dieron vida y alegría en medio de un infierno. Después de ese día, crecí de golpe. Me volví más espabilado de lo que era. Tuve que aprender a sobrevivir sin mis padres. Me esperaba una vida dura. Una vida llena de desgracias y maldades.